domingo, 18 de mayo de 2008

Frío.

Frío.

Eso era todo lo que sentía en este momento. Un frío que le encogía el corazón y le obligaba a abrazarse ella misma para darse calor.

Frío y vacío, sentía un extraño desierto de hielo en su interior, se sentía un pozo donde podía oír su latido, el propio eco de su vida. Sólo era armazón, lo demás no existía, sabía que si, pero no quería mirar afuera.

La brisa del atardecer se fortalecía y el frío ya no venía sólo de su interior, le rodeaba por todos los lados, estaba arrinconada, ya no había salida.

No había vuelto a la cala desde entonces, desde aquella fatídica tarde.

Que rápido pasan los meses, es la brisa, que se los lleva lejos, hacia el mar y vuelve sin ellos.

Abrió el libro. Ahí estaba, inerte, como ella.

La desdobló lentamente, mientras volvía al pasado por esas pequeñas puertas que sólo crean las fotos, las canciones, los aromas y los pequeños objetos mágicos como su libélula.

Darío le había hecho esa libélula de papel sólo para ella, le prometió que nunca más haría otra a nadie. Cumplió su promesa, aunque ella a veces pensaba que ojalá hubiera tenido más tiempo para haberla incumplido.

Pequeña libélula. La llamaba así desde que se conocían, desde siempre, desde la infancia que los había unido en una plaza donde los niños reinaban. Decía que revoloteaba como ellas, con la indecisión de no saber donde posarse.

Y ella intentaba volar, sentada en el columpio mientras Darío la empujaba, pero nunca era suficiente alto para tocar las nubes. ¿Pueden las libélulas llegar a las nubes?

El abuelo de Darío le había enseñado a ella también el arte del Origami, lo había intentado, pero sus manos no eran hábiles y enseguida se ponía nerviosa, le sudaban y doblar el papel sin humedecerlo se hacía imposible.

Además ella siempre prefirió ver como lo hacía Darío.

Cómo se concentraba en el trocito de papel, que iba crepitando bajo el trabajo de sus dedos, tomando forma, creciendo de la nada y finalmente explotando en mil formas diferentes; un caballo, un árbol, un perro, una rosa incluso un elefante con sus cuernos de papel. Pero el mejor, su favorito, era la libélula. Su libélula, la única en el mundo.

Le costó una semana acabarla, se le rompían las alas. Darío decía que ella era igual, había que cogerla con cuidado, como si fuera también de papel.

Eran felices. Pasaban las tardes haciendo lo que más les gustaba.

Darío creando con papel hermosas figuras y Eva mirándolo por encima del libro, disimulando, viendo como arrugaba la frente cuando se concentraba en sus figuritas y cuando finalmente acababa, no decía nada.

La dejaba en la mesa y cruzaba sus brazos esperando que ella se diera cuenta y se hiciera la sorprendida “¿Ya has acabado? Imposible, si no he leído un capítulo”. Darío siempre se reía mientras se levantaba para darle un beso “La culpa es tuya por leer tan despacio”.

Ahora estaba de nuevo en la cala donde el mundo había dejado de sonreírles. Donde el frío se había hecho eterno.

La libélula debía ir con Darío, ahora si llegaría a las nubes, la brisa le ayudaría.

Era tarde y hacía frio, todo el frio.

H.

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